Debates y propuestas
Año 9 – N° 2
Ediciones Biblioteca Popular “Profesor Eduardo Requena”, Villa María, marzo de 2008
En ocasión de proponer un debate con mis alumnos universitarios del Profesorado en Lengua y Literatura, acerca del impacto que las nuevas tecnologías han tenido sobre los modos de leer y de escribir, mi sorpresa fue mayúscula cuando ellos, jóvenes que rondan los veinte años, manifestaron una honda nostalgia por algunas cosas que se han perdido o modificado con el uso masivo de las tecnologías digitales, como el envío de tarjetas de cumpleaños o de cartas manuscritas. En lo que concierne a su condición de estudiantes, se expresaron sobre la escasa utilidad de archivar apuntes tomados en clase o impresos que en breve representarán muy poco de lo que se supone que un futuro profesional debe saber sobre una disciplina. Hablaron de instantaneidad, de fragmentarismo, de la provisoriedad de los conocimientos, de la pérdida de escritos (por borrón o por la dificultad de hallarlos en el laberinto digital), de la precariedad de los soportes (disquette, CD, pendrive), de la dificultad de garantizar veracidad cuando nos enfrentamos a la lectura en Internet. Un discurso que yo creía propio de mi generación.
Predispuesta de antemano a confrontar con ellos, a través de una propuesta de reflexión crítica sobre los riesgos que puede deparar la búsqueda de información a través de recursos tecnológicos, en particular de Internet, terminé en cambio defendiendo sus ventajas frente a un grupo de jovencitos que se sienten a una distancia enorme, ya no de sus padres, sino de sus hermanos más pequeños. Manifestaron incluso que, en contra de la expectativa del mercado, se resisten a verse a sí mismos en un futuro próximo con una palm que reemplace la escritura manuscrita o que los conecte instantáneamente a Internet mientras estudian o toman un helado en el centro comercial, entendiendo que son y serán unos pocos quienes gocen de esos bienes. Ellos, en cambio, deben hacer sus trabajos universitarios en cibers oscuros y costosos, rodeados de niños que juegan en red perturbando los oídos de cualquiera, y gastando sumas cada vez mayores en innumerables fotocopias que luego es imposible ordenar, ya que los espacios curriculares se enlazan de manera tan dinámica que muchas lecturas terminan “sirviendo” para un cúmulo de materias, a la vez que se desactualizan de un año a otro debido a la profusa producción científica (y no tanto) en las diferentes áreas disciplinares. Hubo quienes, incluso, cuestionaron que los modernos y bien equipados gabinetes de computación con que cuentan algunas universidades se utilicen sólo para la enseñanza de asignaturas específicas, y no estén abiertos para el uso de la comunidad universitaria, cuando en el mundo académico hoy gran parte de lo que se lee y se produce pasa por la tecnología digital, que continúa estando a gran distancia de las posibilidades económicas de los alumnos (por lo menos, de nuestros alumnos), en lo que concierne a que cada uno cuente diariamente con una computadora para uso discrecional o privado.
Creo que este panorama, más allá de lo circunstancial y anecdótico, puede servir de muestra, o de punta de un enmarañado ovillo, para indagar sobre algunas cuestiones muy complejas, y no exentas de contradicciones, que la educación enfrenta en relación al impacto de las nuevas tecnologías.
El fenómeno de que chicos que apenas rondan las dos décadas sufran de nostalgia es una experiencia inédita en siglos anteriores, cuando todavía (diríamos, hasta ayer) se creía y se sentía que la juventud tenía todo por delante. Por otro lado, vemos niños que muy pronto son adolescentes, que se visten, actúan y piensan como tales; y adolescentes que se manejan de modo muy diverso a algunos patrones psicológicos y culturales que se nos transmitieron a los docentes de los distintos niveles en nuestra formación pedagógica.
Estos nuevos sujetos que pueblan las aulas de primaria y secundaria conforman la denominada net generation, son los nativos digitales, los chicos y las chicas @. Un mundo por demás ancho y ajeno para nosotros los adultos, usuarios de las tecnologías, críticos de las tecnologías, o aun partidarios y hasta apasionados de las tecnologías. Sencillamente porque nacimos, nos educamos y nos preparamos para trabajar en la escuela y en el mundo pre-digital.
Maestros y computadoras: una difícil ecuación
Pero la cuestión de la informática nos tiene sobre ascuas. Desde cualquier lugar que se la mire, seamos aggiornados o tecnofóbicos, se nos aparece como Jano bifronte. Tiene dos caras, reúne lo uno y lo otro, lo accesible y lo inasible, lo fundamental y lo accesorio, la verdad y el engaño; y no resulta sencillo lograr una visión integradora, menos aún resolver su lugar en la escuela. Entonces podemos volvernos maniqueos (adscriptos a un modo de pensamiento occidental en el que indefectiblemente fuimos formados) y separar sin mucho rigor científico “lo bueno” de “lo malo” para tranquilizar nuestras conciencias.
De este modo, muchos prefieren ver a esta nueva generación desde la imagen de la picadora de carne que nos ofreció una vez The wall, pero invirtiendo la culpa hacia las tecnologías de la información y la cultura mediática que estarían idiotizando a estos pobres jovencitos, arrancándolos de los brazos maternos de la Escuela. Y en ello, paradójicamente, los medios de comunicación les dan la razón, cuando publican lastimosas estadísticas acerca de los daños que les provocaría la computadora a niños y jóvenes, en particular el uso de Internet, a su (ya escasa, según dicen) capacidad de pensar. Y sobre todo profusas opiniones emanadas de las corrientes más conservadoras o reaccionarias sobre la pérdida de las buenas costumbres en el uso del idioma, producto de los excesos del chat, del blog, de los sms y de cuanto género se les aproxime.
Sin embargo, no se trata de optar entre tecnologías SÍ o tecnologías NO, como algunos todavía pretenden. Y menos de levantar una cruzada desde la escuela en contra de que los chicos usen la computadora en lugar de ir a la biblioteca. No podemos resolver las tensiones entre escuela y tecnologías discutiendo sobre tecnologías: si la tiza y el pizarrón o la multimedia; si las evaluaciones en papel o enviadas por mail. Deberíamos discutir, en cambio, qué tipo de evaluaciones tomamos si los chicos pueden obtener una buena nota recortando del rincón del vago, de monografías.com o de la wikipedia; o utilizando el MP3 como machete ante nuestra total inocencia. El problema ético y pedagógico no se resuelve acusando a los chicos de plagio o de infractores, sino viéndonos en nuestro propio espejo.
Cuando les pedimos que investiguen, ¿les hemos enseñado a hacerlo, nos mostramos a nosotros mismos como buscadores del conocimiento, les proponemos temas acordes a su competencia?, ¿sabemos despertar interés por los temas que componen el curriculum?, ¿somos nosotros mismos investigadores, compartimos con la comunidad académica y con nuestros alumnos los resultados de nuestras producciones? Y cuando tomamos evaluaciones, ¿les pedimos que reproduzcan los textos escritos por otros (autores de manuales, textos científicos, etc.)? ¿O les proponemos resolver problemas, pensar, ser creativos, relacionar, hacer inferencias, comparar, sacar conclusiones, proponer alternativas, en fin: generar conocimiento y experiencia a partir del conocimiento, y no sólo reproducirlo? Cuando decimos que no leen lo suficiente, o que prefieren una revista a un libro, ¿podríamos afirmar lo contrario de nosotros mismos?
Exclusiones cruzadas
Tampoco, a esta altura, creo que la discusión central se debata en torno a si se deben enviar computadoras o cajas de alimentos a las escuelas. Ése es otro problema, de índole político, que no nos es ajeno, por cierto, pero que nos puede desviar la mirada de la realidad circundante donde vivimos y actuamos todos los días. Los problemas de exclusión y de marginación son mucho más complejos, y van en varias direcciones.
Federico García Lorca, el poeta fusilado por los enemigos de la democracia durante la Guerra Civil Española, le decía a su pueblo en 1931: “Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos”. Y Emilia Ferreiro (1996), trabajando en las escuelas rurales de México proponía recuperar las viejas máquinas de escribir archivadas en los depósitos, acondicionarlas y usarlas para enseñar a leer y a escribir donde no hay computadoras, ya que “poner a disposición de niños de 6 años (y de cualquier edad) ese instrumento es contribuir a dar acceso al teclado (medio moderno por excelencia de producción de escrituras... y de acceso al mercado laboral)”.
Estamos, entonces, frente a unas cuantas aristas de un estado de situación que nos habla de desigualdades, de contradicciones, de perplejidades, de paradojas. Alumnos universitarios que requieren de la computadora para seguir el ritmo normal (actual) de sus estudios, pero cuyo acceso es costoso o por lo menos no tan “natural” como los profesores probablemente creen (porque ellos sí tienen su computadora personal o acceden a las que les ofrece la institución). Niños de primaria y adolescentes de secundaria asiduos visitantes del ciber o que disponen de computadoras en su casa, reprendidos por maestros y profesores, y hasta por sus propios padres, por utilizar la Internet mucho más que los libros. Chicos que van al ciber a jugar o a chatear, pero que no se imaginan haciendo allí un trabajo escolar, o lo hacen de modo muy excepcional. Y para coronar, modernos gabinetes de computación en escuelas y universidades, decididamente restringidos al uso del alumnado (en muchos casos, no por razones institucionales, sino porque los docentes de las diversas asignaturas se limitan a las carpetas o cuadernos escolares).
Prácticas de mutuas exclusiones. Docentes al margen de las culturas juveniles, que ven el fenómeno de las denominadas tribus urbanas como una excentricidad de las grandes ciudades, y no como una realidad que incluye a sus alumnos, miembros activos de diversas comunidades virtuales. Alumnos excluidos del mundo exterior mientras pasan horas en la escuela, que debería –al decir de Emilia Ferreiro (1996), hace ya más de diez años– “cuando menos tomar conciencia del desfasaje entre lo que enseña y lo que se practica fuera de sus fronteras, [ya que] no es posible que siga privilegiando la copia –oficio de monjes medievales– como prototipo de escritura, en la época de Xerox & Co, [ni] es posible que siga privilegiando la lectura en voz alta de textos desconocidos (mera oralización con escasa comprensión) en la era de la lectura veloz y de la necesidad de aprender a elegir la información pertinente dentro del flujo de mensajes impresos que llegan de forma desordenada, caótica e invasora”.
En la misma línea, Hannah Arendt (1996) aseguraba que “la educación es el punto en el cual decidimos si amamos al mundo lo suficiente como para asumir una responsabilidad por él, y de esa manera salvarlo de la ruina inevitable que sobrevendría si no apareciera lo nuevo, lo joven. Y la educación también es donde decidimos si amamos a nuestros niños lo suficiente como para no expulsarlos de nuestro mundo y dejarlos librados a sus propios recursos, ni robarles de las manos la posibilidad de llevar a cabo algo nuevo, algo que nosotros no previmos; si los amamos lo suficiente para prepararlos por adelantado para la tarea de renovar un mundo común.”
¿Apocalípticos o integrados?
Podríamos pensar, siguiendo a un clásico, que recobra vigencia el análisis que hacía Umberto Eco en 1965 frente al avance de los medios masivos de comunicación, clasificando las posturas de la época entre apocalípticos e integrados. O desde la sociología de la educación, mencionar la opinión de Emilio Tenti Fanfani (2007), quien sin rodeos expresa que “las personas que dicen: ‘yo veo un chico en un cyber, o mandando mensajitos, y me dan ganas de sacudirlo’ no deberían ser docentes, porque ese es el mundo del chico de ahora, y más vale que lo aceptemos”; y continúa: “el docente, al igual que muchos adultos, desconoce las culturas juveniles actuales. Prefiere decir que ‘al chico de ahora no le interesa nada’. Mentira”.
De manera que, en lugar de pensar que la cultura del libro, del esfuerzo, aun del sacrificio que significaba estudiar, se ha perdido para dar paso a lo efímero, al “flash”, a lo perecedero e intrascendente, al “copio y pego” en tanto todo se encuentra en la red sin inversión de energía intelectual, podríamos pensar, como nos propone Martín-Barbero (2004), que la cultura juvenil encuentra anclaje en algunas características de nuestro tiempo que la escuela debería considerar, antes que estigmatizar.
Y Usted, Profesor, ¿para qué sirve?
Los cambios de una generación a otra han sido una constante en el recorrido del género humano, a veces imperceptibles; otras, abruptos. Pero se afirma que nunca se dio como en este momento que la ruptura se dé bajo la forma de experiencias intransferibles, tanto de padres a hijos como a la inversa, y no sólo entre generaciones sino entre un muchacho de veinte y un niño de diez, como veíamos más arriba. Peter Eio, presidente de Lego Systems, señala que “por primera vez en la historia de la humanidad, una nueva generación está capacitada para utilizar la tecnología mejor que sus padres” (citado por Balardini, 2006). Ya lo había advertido Margaret Mead (1971), al hablar de una cultura "prefigurativa", en la que son los jóvenes quienes enseñan a sus padres.
¿Podríamos los maestros y profesores pensar, en consecuencia, que debemos refundar la escuela, a partir de los nuevos modos de lectura y de escritura que propicia la época en que vivimos?
De hecho, sería una necedad no reconocer que nuestros niños y adolescentes están desarrollando nuevos procesos de pensamiento y de aprehensión del mundo. Por ejemplo, podemos observar cómo el diario íntimo (que se guardaba celosamente) ha dado paso al blog, que expone sentimientos, pesares, amores y desventuras no sólo al grupo de amigos, sino al universo entero si hay alguien dispuesto a leerlo. De este modo, la narratividad del yo (Arfuch, 2002) sólo está buscando nuevos canales de expresión, en un universo de nacientes características. En una verdadera red, no de simples “usuarios”, como se pretende, sino de personas que intentan nuevos modos de decir(se) y de entablar el dia-logo (la palabra con otro), en un difícil proceso de autosocialización (Margulis y Urresti, 2000).
Las transformaciones sociales muestran a las claras que instituciones paradigmáticas como la familia y la escuela han cambiado. Sostener a manera de embestida su rol tradicional sería un despropósito. Pensar, en cambio, en nuevas formas de acompañamiento y de contención, en particular para el joven que atraviesa la escuela secundaria, se nos presenta como un verdadero desafío.
Leer y escribir entre lo analógico y lo digital
En este mismo sentido, no deberíamos descartar la posibilidad de repensar nuestra autoridad pedagógica, en cuanto la escuela sigue siendo ese espacio privilegiado (para muchos chicos en contextos de vulnerabilidad social, el único espacio) donde se da a leer y se da a escribir. Revisar la imagen docente con el desafío de permeabilizarla hacia nuevos modos de convivencia con los alumnos, dejando atrás definitivamente la idea de una escuela normalizadora y homogeneizante. Aceptar nuestra diferencia con la nueva generación, renunciar sin melancolías inútiles al modelo verticalista, nos permitiría, posiblemente, encontrar ese espacio siempre en construcción donde puedan dialogar lecturas viejas y nuevas, y donde la escritura escolar deje de ser mera transcripción de lo que escribieron otros (ya que en este caso da lo mismo encontrarlo en la biblioteca o en la wikipedia) y pueda ser provocadora de decires personales. Animarse a transitar senderos que se bifurcan, ir y volver, desandar, empezar de nuevo.
En particular los profesores de Lengua y Literatura deberíamos poder considerar la cuestión del canon literario (o mejor, de la literatura en la escuela), no sólo desde la pretendida vigencia de las obras que nosotros hemos leído, sino –como propone Teresa Colomer (2005)– a partir del hecho de que las lecturas tienen siempre un marcado componente generacional, ya que suponen nexos de cohesión en cada generación social. Hoy los soportes de lectura, especialmente las juveniles, exceden en mucho el formato del libro, porque son lecturas en pantalla. Lo mismo respecto de la escritura. Si pudiéramos incorporar esos modos naturales en los chicos a las prácticas escolares, las escenas de lectura y de escritura serían otras. Podemos apostar a que de este modo encontraríamos (o se tenderían) algunos puentes necesarios para formar buenos lectores y productores de todo tipo de textos.
No ser expertos en computación no debe amedrentarnos en absoluto. Si, por ejemplo, para armar un blog de producciones ficcionales, o de intercambio de lecturas y resúmenes, o de diálogo entre profesores y alumnos cuando no estamos en la escuela, les tenemos que pedir a los chicos que lo diseñen porque nosotros no sabemos, ello no nos resta legitimidad ni autoridad pedagógica, sino que nos muestra como ciudadanos de nuestro tiempo. En una escuela finlandesa decidieron pedirles a los alumnos que les enseñaran a los profesores a usar programas informáticos, resultando una experiencia muy positiva debido a que no se trataba de “ahorrar” en capacitadores sino de generar un nuevo espacio de relaciones intersubjetivas.
Cómo “conectarse”: receta sencilla para incrédulos
Para el tránsito que nos toca protagonizar, dependerá de nosotros, en particular de los educadores, que podamos enfocar la cuestión en las personas y no en las tecnologías, pero sin plantear dilemas falaces, y sobre todo desprendiéndonos de nuestros prejuicios, dispuestos a revisar nuestras certezas. En otras palabras, es preciso ver y comprender al niño, adolescente, joven o adulto haciendo uso de la tecnología, en cada caso con sus competencias y sus limitaciones.
Particularmente en relación a los más chicos, debemos aceptar, como señala Roger Chartier (1999) que su dominio de las TICs, a través de diversa aparatología, los pone continuamente en situación de optar, clasificar, diseñar, elegir, recorriendo toda clase de exploraciones que les ayudan a desarrollar una actitud crítica. Con lo cual, los riesgos de que se nos afecte la capacidad de pensar, posiblemente los estemos corriendo nosotros y no ellos.
Preguntarnos por esas prácticas de ingreso y de circulación por la cultura tecnologizada, donde conviven lo analógico con lo digital, reconociéndonos a nosotros mismos como sujetos de esas prácticas, muchas veces en conflicto, posiblemente nos haría más indulgentes con nuestros alumnos, más abiertos a escuchar y dar la palabra. Pero sobre todo, creo, nos haría más indulgentes y sinceros con nosotros mismos.
Bibliografía citada
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Bibliografía anexa
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Beatriz Vottero